viernes, 4 de septiembre de 2015

Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005)


Recuerdo cuando fui a ver esta película con 18, 19 años, lleno de prejuicios, convencido de que la cinta se trataba de una herramienta al servicio del lobby gay. No podía estar más equivocado.
Brokeback Mountain es, junto con Los puentes de Madison, la más bella película de amor que he visto. La historia de esos dos vaqueros y su amor a lo largo del tiempo, teñido por los encuentros furtivos, la culpa y la mentira, dolía demasiado. La camisa con su olor era un símbolo demasiado doloroso.
En un momento de El Desencantador, al poco de conocer a David, Damián le dice que vio la película y le gustó bastante. Personalmente, creo que en ese momento estaba tratando de ser (con bastante torpeza) inclusivo y aquiesciente con su nuevo amigo. Ni siquiera estoy muy seguro de que, al ver la película, la comprendiera. Hay muchas películas que Damián ha visto sin comprenderlas, porque le queda aún mucho que vivir, mucho que aprender.
Sin embargo, las películas seguirán ahí a pesar de los años, y cada vez que las volvamos a ver nos dirán algo nuevo; puede incluso que jamás lleguemos a entenderlas, o que odiemos la misma película que hace unos años nos encantó, pero no es sino la demostración de que la experiencia nos convierte en personas distintas.
Sea como sea, Brokeback Mountain no me volvió loco a mis 19 años, pero vista en ocasiones posteriores me enamoró completa y absurdamente, tal vez porque era ya otra persona, tal vez porque el cine de Ang Lee (incluso ese Hulk que sigue siendo mi favorito) exige una buena dosis de empatía y mucha sensibilidad. Y por eso he decidido comenzar este blog hablando de ella, porque pasarán los años, seremos otras personas, pero esta película seguirá siendo una obra maestra.